Saturday, September 16, 2006

Las manos.



En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana nos avisó que ya venía por el jardín.
Nos callamos, con las cara atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes.
Saludó con una inclinación de la cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas.
Trazó un garabato y salió rápidamente.
Días mas tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuesta conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego.
Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas. Firmó como pudo y se fue.
Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.
Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido.
En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los redondos del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón.
Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizás Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente, el arcángel creó la primera vez una zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus mismas creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a si reino, con mados de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.
Vaya a saber!