Tuesday, February 14, 2006

Un Arte

El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germende la pérdida,
pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, la horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguientede tu viaje.
Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aun perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.

Por Elizabeth Bishop

A propósito de Frankenstein

Mientras las viejas potencias del norte combatían en Europa a las hordas francesas y revolucionarias, un monstruo sin nombre abría los ojos en Ingolstadt. Al verse reflejado en sus pupilas amarillas y acuosas, el joven científico Victor Frakenstein huyó abandonando al ser que acababa de crear, llevado de las mejores y más narcisistas intenciones: “Una nueva especie me bendecirá como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberán su existencia. Ningún padre podrá reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo mereceré la de éstos.”Delirios de la razón paterna. Años después, mientras su criatura se perdía en la oscuridad y la distancia del mar del Norte, Victor Frankenstein cerraba para siempre sus ojos al amargo reproche de un hijo abandonado en el mismo momento de nacer: “Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo la felicidad de la cual estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido.” ¿Qué fue mal? ¿Qué falló en aquel luminoso sueño de la razón? En el verano gris de 1816, cuando la guerra y la revolución parecían haber pasado, Mary Wollstonecraft Shelley comenzó a escribir su respuesta y creó (inadvertidamente) uno de los mitos más perdurables de la modernidad occidental: Frankenstein, o el moderno Prometeo. Aquel breve “cuento de fantasmas” no ha dejado desde entonces de producir lo que su autora llamó “mi monstruosa progenie”: preguntas y respuestas parciales y contradictorias, felices e infelices, bellas y horrorosas; algunas sublimes como las películas de John Whale o de Gonzalo Suárez; otras horrendas como la de Kenneth Brannagh. Pero no sólo en el cine, también en la literatura, en la televisión, en las tiras de cómic, en los envoltorios de los chupa-chups y en los debates de sesudos filósofos, críticos literarios, historiadores o científicos, Frankenstein parece inasequible a la fijación definitiva como texto, como mito, como respuesta acabada a la oscura pregunta de “¿Qué fue mal?”.